Con el bañador hemos topado

 

Una buena parte de los feminismos se han enmarañado en alimentar la serpiente con debates fuera de lugar sobre el mal llamado burkini, en vez de articularse con las compañeras agredidas. ¿Por qué hemos empleado tantas horas en analizar a las agredidas y a sus cuerpos? Voy a intentar explicar por qué el debate forma parte de la agresión misma.

 

La serpiente del verano son noticias que aparecen sobre dimensionadas en momentos de poca actividad periodística en los que aún es necesario llenar periódicos y magazines. Noticias que desaparecerán, como una tormenta cualquiera, al final del estío cuando las cuestiones “serias” retomen la actualidad.

 

Este año la serpiente ha sido especialmente venenosa pues ha puesto en el centro del chascarrillo internacional los cuerpos y las vidas de las compañeras musulmanas que utilizan para bañarse una prenda de cuerpo entero denominada, con muy poco acierto, “burkini”. A partir de la prohibición de usar dicha prenda por parte de algunos alcaldes conservadores franceses y la consecuente expulsión del espacio público de algunas mujeres, el ruido ensordecedor ha saltado a la escena.

 

A cada quien le duelen sus cosas, y a mí me duele el feminismo. Y en el Estado español, una buena parte de los feminismos se han enmarañado en alimentar la serpiente con debates fuera de lugar en vez de articularse con las compañeras agredidas. Tan preocupadas hemos estado en tomarle el pulso a “la cuestión” que la hemos perdido de vista totalmente y el debate feminista mayoritario no se ha centrado en la agresión ni en las libertades, sino en la prenda. La sempiterna obsesión por el velo. ¿Por qué nos ha costado tanto, en general, denunciar la agresión sin paliativos, sin peros, sin dudas? ¿Por qué hemos empleado tantas horas en analizar a las agredidas y a sus cuerpos? Voy a intentar explicar por qué el debate forma parte de la agresión misma.

 

 

La responsabilidad de la propia ignorancia

 

Aclarémoslo desde el principio: el denominado burkini es un hiyab, es la ropa que usan en la playa las compañeras que llevan velo en la calle. Todos los análisis sesudos e hiperventilados equiparando el nombre comercial burkini con un burka o un niqab son, simplemente, ridículos. Ya se sabe que a río revuelto ganancia de pescadores, así que cada quien ha usado la técnica del caos conceptual como mejor le ha venido. Y las feministas que tantas veces hemos reclamado a los hombres que se formen en feminismo, que tantas veces hemos dicho que no es responsabilidad nuestra educarlos, seguimos perdidas en cosas tan sencillas como distinguir un hiyab, un burka y un niqab, con toda la carga política que esas denominaciones conllevan, y con toda la confusión que genera nuestra ignorancia. No podemos saber de todo, cierto. Pero sí que podemos no opinar de cosas que ni siquiera hemos buscado en el diccionario.

 

 

¡A ver si ahora no podremos opinar!

 

Lo afirmo: en un contexto de desigualdad y violencia, las no-musulmanas no debemos seguir cuestionando las estrategias de las musulmanas para sobrevivir en esa desigualdad y violencia. Nadie nos está pidiendo la opinión, sino que estamos ejerciendo nuestro poder para exigir a las demás que se justifiquen ante nosotras, que nos pidan permiso para así poder decidir, regiamente, si lo otorgamos o no. Sin embargo, somos las primeras en reclamar a los hombres que se revisen los privilegios antes de opinar sobre las estrategias de las mujeres. ¿Cómo nos resuena cuando, ante una agresión machista, salen algunos hombres a cuestionar la ropa de las mujeres, que si la falda era muy corta o, por el contrario, que si con esas pintas es “normal” ser agredida? Pues echad cuentas a cómo resuenan nuestros debates sobre los cuerpos ajenos.

 

Afirmar que no debemos cuestionar, ni debatir sobre el velo y ni siquiera sobre el niqab, no es una cuestión de exquisitez activista, como diría Itziar Ziga. Al contrario, los debates forman parte de la violencia racista que ejercemos y, en este caso en concreto, creo que ha sido la verdadera agresión, más allá de la intervención real de la policía en las playas. Los debates en las redes, ensordecedores, han demostrado una vez más quién creemos que es el sujeto y quién el objeto, a qué voces no damos valor alguno, y a qué mujeres no reconocemos como mujeres, sino como puras sombras inertes de hombres manipuladores. Si el feminismo no nos ha enseñado que las mujeres somos sujetos de nuestras propias vidas y no solo apéndices, no entiendo qué nos ha enseñado.

 

 

El problema no es el velo: es el racismo

 

Uso el término “islamofobia de género” por haber sido acuñado y desarrollado por la feminista musulmana Jasmin Zine, entre otras. Un término, por lo tanto, que surge de la comunidad interpelada y que infinidad de mujeres musulmanas están utilizando para autoidentificar su opresión. Con él se apunta a la intersección entre la islamofobia y el machismo. La interseccionalidad, más nombrada que aplicada, surge del pensamiento del colectivo feminista negro y lesbiano Combahee River Collective para analizar de qué manera las opresiones no se suman simplemente, sino que interactúan entre ellas. Es decir: que la islamofobia de género no es por un lado machismo y por otro islamofobia, sino un eje de discriminación y violencia específico surgido del cruce entre ambos. No se puede analizar, por lo tanto, la situación de las mujeres musulmanas en Europa atendiendo solamente al machismo (o a una forma de machismo), porque están también en situación de violencia racista (la islamofobia es una forma de racismo, como han desarrollado ampliamente personas como Ángeles Ramirez o Ramón Grosfoguel, entre otras).

 

Las feministas blancas tampoco somos solo mujeres, también somos blancas. Como afirma Lucas Platero, todas las identidades son interseccionales, así que cuando analizamos el hiyab (o el bañador de cuerpo entero) no lo hacemos solamente como mujeres: también opera en el análisis el hecho de ser blancas (y entiendo aquí la palabra blanca como no-musulmana). Y ésta es la parte que no se ha tenido en cuenta en la mayoría de análisis. Y es, en mi opinión, la parte esencial, porque es la que apunta a la violencia que ejercemos nosotras y que podríamos parar al instante. Pero que no paramos.

 

La mirada sobre el hiyab de los feminismos blancos tiene paralelismos con la lucha por el aborto en Estados Unidos en los años 70, una lucha encabezada por blancas y que apenas encontró repercusión en las mujeres negras y portorriqueñas, según cuenta Angela Davis en Mujeres, Raza, Clase, y que eran, sin embargo, las que más sufrían abortos ilegales y, por lo tanto, debían ser las más interesadas en su legalización. La cuestión radicaba en que el feminismo blanco se centró en el derecho a abortar, mientras que las mujeres negras y portorriqueñas, que venían de una historia de esclavitud y de esterilizaciones forzosas, no reivindicaban el derecho a abortar, sino al control de la natalidad, cosa que incluía la resistencia a las prácticas eugenésicas.

 

 

En los feminismos hegemónicos nos llenamos la boca con las libertades, pero hacemos agua ante el primer bañador que nos cruzamos. Porque seguimos ancladas en la universalización de la propia experiencia, y una experiencia central en el feminismo blanco es la desnudez como práctica de libertad frente a un entorno que nos imponía taparnos. Pero ¿qué sucede cuando esa desnudez deviene imposición? Es más, ¿qué sucede cuando esa imposición conlleva una restricción identitaria? En el documental Al Nisa, algunas compañeras lesbianas y musulmanas explican que llevar hiyab es para ellas una forma tan importante de visibilidad como pasear de la mano con su novia.La serpiente del verano son noticias que aparecen sobre dimensionadas en momentos de poca actividad periodística en los que aún es necesario llenar periódicos y magazines. Noticias que desaparecerán, como una tormenta cualquiera, al final del estío cuando las cuestiones “serias” retomen la actualidad.

 

Este año la serpiente ha sido especialmente venenosa pues ha puesto en el centro del chascarrillo internacional los cuerpos y las vidas de las compañeras musulmanas que utilizan para bañarse una prenda de cuerpo entero denominada, con muy poco acierto, “burkini”. A partir de la prohibición de usar dicha prenda por parte de algunos alcaldes conservadores franceses y la consecuente expulsión del espacio público de algunas mujeres, el ruido ensordecedor ha saltado a la escena.

 

A cada quien le duelen sus cosas, y a mí me duele el feminismo. Y en el Estado español, una buena parte de los feminismos se han enmarañado en alimentar la serpiente con debates fuera de lugar en vez de articularse con las compañeras agredidas. Tan preocupadas hemos estado en tomarle el pulso a “la cuestión” que la hemos perdido de vista totalmente y el debate feminista mayoritario no se ha centrado en la agresión ni en las libertades, sino en la prenda. La sempiterna obsesión por el velo. ¿Por qué nos ha costado tanto, en general, denunciar la agresión sin paliativos, sin peros, sin dudas? ¿Por qué hemos empleado tantas horas en analizar a las agredidas y a sus cuerpos? Voy a intentar explicar por qué el debate forma parte de la agresión misma.

 

 

La responsabilidad de la propia ignorancia

 

Aclarémoslo desde el principio: el denominado burkini es un hiyab, es la ropa que usan en la playa las compañeras que llevan velo en la calle. Todos los análisis sesudos e hiperventilados equiparando el nombre comercial burkini con un burka o un niqab son, simplemente, ridículos. Ya se sabe que a río revuelto ganancia de pescadores, así que cada quien ha usado la técnica del caos conceptual como mejor le ha venido. Y las feministas que tantas veces hemos reclamado a los hombres que se formen en feminismo, que tantas veces hemos dicho que no es responsabilidad nuestra educarlos, seguimos perdidas en cosas tan sencillas como distinguir un hiyab, un burka y un niqab, con toda la carga política que esas denominaciones conllevan, y con toda la confusión que genera nuestra ignorancia. No podemos saber de todo, cierto. Pero sí que podemos no opinar de cosas que ni siquiera hemos buscado en el diccionario.

 

 

¡A ver si ahora no podremos opinar!

 

Lo afirmo: en un contexto de desigualdad y violencia, las no-musulmanas no debemos seguir cuestionando las estrategias de las musulmanas para sobrevivir en esa desigualdad y violencia. Nadie nos está pidiendo la opinión, sino que estamos ejerciendo nuestro poder para exigir a las demás que se justifiquen ante nosotras, que nos pidan permiso para así poder decidir, regiamente, si lo otorgamos o no. Sin embargo, somos las primeras en reclamar a los hombres que se revisen los privilegios antes de opinar sobre las estrategias de las mujeres. ¿Cómo nos resuena cuando, ante una agresión machista, salen algunos hombres a cuestionar la ropa de las mujeres, que si la falda era muy corta o, por el contrario, que si con esas pintas es “normal” ser agredida? Pues echad cuentas a cómo resuenan nuestros debates sobre los cuerpos ajenos.

 

Afirmar que no debemos cuestionar, ni debatir sobre el velo y ni siquiera sobre el niqab, no es una cuestión de exquisitez activista, como diría Itziar Ziga. Al contrario, los debates forman parte de la violencia racista que ejercemos y, en este caso en concreto, creo que ha sido la verdadera agresión, más allá de la intervención real de la policía en las playas. Los debates en las redes, ensordecedores, han demostrado una vez más quién creemos que es el sujeto y quién el objeto, a qué voces no damos valor alguno, y a qué mujeres no reconocemos como mujeres, sino como puras sombras inertes de hombres manipuladores. Si el feminismo no nos ha enseñado que las mujeres somos sujetos de nuestras propias vidas y no solo apéndices, no entiendo qué nos ha enseñado.

 

 

El problema no es el velo: es el racismo

 

Uso el término “islamofobia de género” por haber sido acuñado y desarrollado por la feminista musulmana Jasmin Zine, entre otras. Un término, por lo tanto, que surge de la comunidad interpelada y que infinidad de mujeres musulmanas están utilizando para autoidentificar su opresión. Con él se apunta a la intersección entre la islamofobia y el machismo. La interseccionalidad, más nombrada que aplicada, surge del pensamiento del colectivo feminista negro y lesbiano Combahee River Collective para analizar de qué manera las opresiones no se suman simplemente, sino que interactúan entre ellas. Es decir: que la islamofobia de género no es por un lado machismo y por otro islamofobia, sino un eje de discriminación y violencia específico surgido del cruce entre ambos. No se puede analizar, por lo tanto, la situación de las mujeres musulmanas en Europa atendiendo solamente al machismo (o a una forma de machismo), porque están también en situación de violencia racista (la islamofobia es una forma de racismo, como han desarrollado ampliamente personas como Ángeles Ramirez o Ramón Grosfoguel, entre otras).

 

Las feministas blancas tampoco somos solo mujeres, también somos blancas. Como afirma Lucas Platero, todas las identidades son interseccionales, así que cuando analizamos el hiyab (o el bañador de cuerpo entero) no lo hacemos solamente como mujeres: también opera en el análisis el hecho de ser blancas (y entiendo aquí la palabra blanca como no-musulmana). Y ésta es la parte que no se ha tenido en cuenta en la mayoría de análisis. Y es, en mi opinión, la parte esencial, porque es la que apunta a la violencia que ejercemos nosotras y que podríamos parar al instante. Pero que no paramos.

 

La mirada sobre el hiyab de los feminismos blancos tiene paralelismos con la lucha por el aborto en Estados Unidos en los años 70, una lucha encabezada por blancas y que apenas encontró repercusión en las mujeres negras y portorriqueñas, según cuenta Angela Davis en Mujeres, Raza, Clase, y que eran, sin embargo, las que más sufrían abortos ilegales y, por lo tanto, debían ser las más interesadas en su legalización. La cuestión radicaba en que el feminismo blanco se centró en el derecho a abortar, mientras que las mujeres negras y portorriqueñas, que venían de una historia de esclavitud y de esterilizaciones forzosas, no reivindicaban el derecho a abortar, sino al control de la natalidad, cosa que incluía la resistencia a las prácticas eugenésicas.

 

En los feminismos hegemónicos nos llenamos la boca con las libertades, pero hacemos agua ante el primer bañador que nos cruzamos. Porque seguimos ancladas en la universalización de la propia experiencia, y una experiencia central en el feminismo blanco es la desnudez como práctica de libertad frente a un entorno que nos imponía taparnos. Pero ¿qué sucede cuando esa desnudez deviene imposición? Es más, ¿qué sucede cuando esa imposición conlleva una restricción identitaria? En el documental Al Nisa, algunas compañeras lesbianas y musulmanas explican que llevar hiyab es para ellas una forma tan importante de visibilidad como pasear de la mano con su novia.

 

No podemos opinar sobre las decisiones desde subjetividades y experiencias diferentes a la propia. Menos cuando parte de la opresión sobre esas subjetividades la construye, precisamente, nuestros prejuicios. Si alguna cosa puede unirnos es el derecho al propio cuerpo y que cada cual lo defina en el marco que le sea más adecuado a su subjetividad y sus experiencias. Pero defender la libertad como práctica y no defender un objeto como resultado contenedor de esa práctica de libertad es complicado. Porque el resultado de la práctica no siempre nos gusta. Así que preferimos sacrificar la libertad aunque disfracemos ese sacrificio y acabemos incluso nombrándolo libertad. Y lo es. La propia. Pero solo la propia.

 

En esos “otros” cuerpos interactúan opresiones que no vivimos las blancas. Como explica Jasmin Zine, en la era post 11 de septiembre, “la islamofobia de género ha revitalizado tanto los tropos y representaciones de mujeres retrasadas, oprimidas y políticamente inmaduras que necesitan liberación y rescate a través de intervenciones imperialistas, así como los retos del extremismo religioso y los discursos puritanos que legitiman narrativas limitantes de la feminidad islámica y dificulta los derechos humanos y las libertades de estas mujeres”. Así, ante un caso flagrante de islamofobia de género como ha sido la expulsión de algunas musulmanas de las playas, los análisis del feminismo blanco se centran obsesivamente en denunciar el “patriarcado musulmán” y no al policía blanco, representando de paso a las mujeres musulmanas como víctimas sin agencia y sin entendimiento siquiera de su propia situación. Estos análisis que silencian el hecho de que las musulmanas en Europa están bajo violencia racista no se sitúan en un lugar opuesto al patriarcado que pretenden denunciar, sino que forman parte de la misma opresión interseccional.

 

Así, la serpiente de este verano ha sido un ejercicio desmedido de purplewashing: hombres claramente machistas y también mujeres feministas utilizando una supuesta preocupación por las mujeres para legitimar la exclusión y la deshumanización de esas mismas mujeres. Los artículos que hemos visto circular este verano utilizando contra las musulmanas los análisis de feministas árabes seculares descontextualizados, dando por hecho que no los conocen y hay que mostrárselos, o asumiendo que aquellas feministas no son sus compañeras de lucha, forma parte de la infantilización racista y machista. No sumadas, sino cruzadas.

 

 

En contra de la prohibición, pero

 

Hay una línea discursiva que resurge cada vez que el colectivo de mujeres musulmanas en Europa recibe una agresión, como son leyes restrictivas dirigidas específicamente hacia ellas. El discurso consiste en demonizarlas, convertirlas en amenaza latente y, finalmente, hacer que las agredidas sean las potenciales agresoras contra las que nos debemos proteger.

 

La primera parte de este discurso usa la comparación con Arabia Saudí, Irán, o Afganistán. Lo interesante de este movimiento dialéctico es que compara a sujetos subalternizados en Europa, mujeres y racializadas en tanto que musulmanas (ya no añadimos la cuestión de clase o de estatus administrativo por no ser homogéneas dentro del colectivo) y, lejos de comparar su situación con otros sujetos subalternizados en Arabia Saudí, Irán o Afganistán, las comparamos con el poder en esos lugares. Es decir: a nuestros ojos, bajo la mirada de Occidente, que diría Mohanty, las musulmanas en Europa no son esas mismas musulmanas bajo los regímenes teocráticos sino que estas musulmanas pasan a ser, mágicamente, hombres legisladores que ostentan el poder. La creadora (australiana) del burkini le debió poner el nombre por comercial y simpático. Pero no ha tenido en cuenta la ignorancia europea, capaz de confundir un burka afgano con ese traje de licra de colores vistosos que supone una auténtica pesadilla para cualquier extremista religioso que se precie. Y de ahí, ya tenemos la demonización consumada: las compañeras que bajan a la playa con el correspondiente playero al hiyab se han visto llamadas wahabitas, salafistas, terroristas y no sé cuántas cosas más. Incluso por personas que han dicho claramente que con el velo no tienen problemas, pero que esto es demasiado. Con el bañador hemos topado. Habíamos dado “permiso” para el velo, no para la libertad sobre el propio cuerpo.

 

Una vez que los términos wahabita y salafista se han puesto a circular, además como sinónimos descarados de musulmán y musulmana, han saltado todas las alarmas y las compañeras expulsadas del espacio público han pasado a ser una amenaza latente que, a pesar de la fealdad de esas imágenes de policías desnudándolas en Cannes, deben ser controladas por el Estado pues representan una amenaza para las libertades de todas (y el Estado patriarcal, parece ser, es de pronto el garante de las libertades). Y vuelta a la casilla de salida.

 

La lucha por las libertades en Arabia Saudí, Irán, Afganistán, Francia o Alemania son la misma lucha, con objetivos contextuales distintos. ¿La libertad es abortar o poder tener criaturas? Pues depende de si te obligan a tenerlas o te esterilizan para que no las tengas. ¿La libertad es velarse o desnudarse? Pues, de nuevo, la libertad es poder tomar las propias decisiones, en un sentido o en otro. Y lo que hacemos desde los feminismos es generar espacios de resistencia a los poderes donde las posibilidades de elección se vayan ampliando.

 

Esa forma de deshumanización según la cual las musulmanas dejan de ser personas para convertirse en objetos de análisis, de legislación, de debate en las redes y de opinión, congeladas en el tiempo a la espera de que “nosotras” entendamos la cuestión y decidamos sobre ella, y por tanto les concedamos estatus de humanidad o no, es la estructura básica del racismo, fijada ya por Frantz Fanon en los años 50.

 

Poco importa que en esta ocasión el racismo se esconda bajo el eslogan “todas las religiones son iguales”. La frase de por sí no tiene consistencia alguna. ¿Qué tienen en común el zoroastrismo y el culto yoruba? Una frase de ese tipo responde solamente a la universalización de la experiencia particular, propia del etnocentrismo y la colonialidad, así como al racismo culturalista que define la cultura Occidental no como una deriva cultural particular entre otras muchas, sino como la mejor. Y entre los movimientos de resistencia europeos (feminismos, comunismos, anarquismos, etc.) el ateísmo es constitutivo y central. Un ateísmo que no ha sabido distinguir entre las instituciones del poder religioso, la filosofía y la espiritualidad de las personas, y que acaban igualando al obispo Cañizares con Malcom X o con Muhammad Ali, a la teología de la liberación cristiana con Daesh. ¿Todos son iguales? De esa manera y bajo la excusa de la lucha contra “las religiones” lo que se promueve es una lucha civilizacional al más puro estilo Huntington, una versión contemporánea del moros y cristianos. La dialéctica de la lucha contra el terror de Bush ha atrapado también, de manera muy clara, a los movimientos que se piensan antiimperialistas. Si hay movimientos occidentales que consideran que la lucha contra lo que ellos entienden por religiones es su prioridad, van a tener que formarse mucho en religiones y mucho en colonialidad y racismo para poder hacer realmente una lucha limpia y justa con las personas. Y van a tener que estar muy atentos a las articulaciones y a los privilegios que se nos señalan constantemente, mientras estamos mirando hacia otro lado.

 

 

Y encima, el feminismo islámico…

 

En ese espacio tan infinitamente incómodo y tan cruzado de violencias que es la intersección entre la islamofobia y las lecturas patriarcales y coloniales del islam se sitúan una serie de movimientos: los feminismos islámicos, la perspectiva decolonial del islam, el islam queer

 

Siempre me he negado a hablar, escribir o enseñar sobre ellos, ya que forma parte del privilegio blanco usurpar tranquilamente el trabajo de los y las compañeras: al racismo siempre le resulta más creíble escuchar a una atea que atender al conocimiento situado. El espacio de explicar su trabajo es para las personas que están produciendo el conocimiento. Mi espacio, si es alguno, es combatir la islamofobia entre personas que, como yo, hemos sido construidas en ella. Sin embargo, a fuerza de no hablar, se ha ido generando un bulo que necesito, por una vez, aclarar. El feminismo islámico no es un movimiento unívoco ni uniforme. De hecho, tenemos que nombrarlo en plural: feminismos islámicos. Y es un movimiento que se da en todo el planeta (el islam no es un país): hay feministas islámicas europeas, americanas de norte a sur, árabes, indonesias, sudafricanas, nigerianas… Y sus opiniones sobre el hiyab son múltiples. Los feminismos islámicos tienen sus místicas de la feminidad, claro, pero es algo que tenemos en el feminismo blanco y nadie lo considera invalidante. Esa dicotomía según la cual las feministas seculares árabes están contra el hiyab y las feministas islámicas están a favor es falsa e interesada: feministas islámicas como Amina Wadud, Asma Barlas, Leila Ahmed o Azzizah Al Hibri no lo consideran una prerrogativa religiosa. En el documental The Noble Struggle of Amina Wadud, ésta explica, mientras la peinan en la peluquería, que sus antepasadas, llevadas como esclavas a América, no podían escoger cómo vestirse y a menudo eran obligadas a mostrarse desnudas. Así que, como negra estadounidense, cubrirse es para ella un reivindicación. El hiyab, explica, la hace reconocible como musulmana y eso le gusta, pero le incomoda no ser reconocida claramente como afroamericana. Así que alterna: se cubre para ocasiones más formales, y se descubre para su día a día. Sin más.

 

En Red Musulmanas, donde tengo la suerte de participar desde hace años, muchas compañeras no lo usan, y otras muchas sí. Y esa cuestión no genera problema alguno. Pero todas las que cito están a favor de la libertad de las mujeres en todos los espacios donde esa libertad se intenta restringir.

 

No “defiendo” el feminismo islámico, el islam queer o el islam decolonial: son movimientos que yo no necesito en tanto que no soy musulmana, aunque aprendo infinitamente de ellos. Lo que sí defiendo es su posibilidad de existencia y los entiendo necesarios para muchas otras personas. Y lo que sí necesito es su existencia. Porque me pienso feminista y creo que el feminismo es un movimiento liberador allí donde se inscriba, porque el feminismo me ha dado la vida y me ha hecho entender el mundo, porque me ha enseñado a articularme, y me ha enseñado a desear articularme con otras mujeres, feministas o no, y con otras personas feministas, mujeres o no. Porque me ha hecho entender mis heridas y también las heridas ajenas a partir de las mías. Porque me ha enseñado de opresiones y de privilegios, también de los míos. Y porque yo necesito un mundo donde sea posible ser diferente y donde la diferencia no sea un conflicto sino un espacio de descubrimiento, de aprendizaje y de alegría.

 

En el feminismo hegemónico estamos muchos más preocupadas por el relativismo cultural que por el racismo. Acostumbradas al privilegio de opinar de todo, y a opinar desde la universalidad, nos parece que quedarnos calladas es un ejercicio de debilidad y cobardía. Pero es una trampa. Si hay alguna cobardía es la de escondernos en ese privilegio para infantilizar, humillar, justificar violencias y excluir a las demás. Es urgente dejarnos de peroratas mientras las compañeras están sufriendo una agresión racista y machista, y posicionarnos sin fisuras a su disposición, para lo que ellas necesiten y como lo necesiten. Porque hacer resistencia al propio privilegio no tiene nada de relativismo: es lo que yo denomino una práctica feminista de primer orden.

 

 Por Brigitte Vasallo en Pikara Magazine